En un país que ya ni siquiera le gana en fútbol a Estados Unidos, es importante tener hechos heroicos en nuestro palmarés histórico; la idea de las glorias del pasado que de alguna forma subsanan las faltas del presente. Es así como cada mes de mayo volvemos a escuchar la cantaleta del episodio en que las armas mexicanas se vistieron de gloria al derrotar al ejército más poderoso del mundo, el de Napoleón III, en la gloriosa batalla de Puebla.
En un país donde la historia se enseña dogmáticamente y el sistema de educación no enseña a pensar sino a repetir, casi nadie se cuestiona por qué si supuestamente ganamos contra los franceses en la Batalla de Puebla, la bandera francesa ondeaba once meses después en Palacio Nacional y nuestro país estaba dominado por las tropas de Napoleón. La cuestión es simple, no hay nada que festejar el 5 de mayo, se ganó una batalla pero no la guerra.
En un país donde la historia se reinventa para moldear héroes y villanos según las necesidades del régimen y se escribe como verdad absoluta un libro de texto gratuito y obligatorio con el que se adoctrina a la inmensa mayoría de la población, todos conocemos el efímero triunfo del 5 de mayo y la falsa victoria contra el invasor, pero nadie conoce la historia completa; la historia de las tres batallas de Puebla.
La primera batalla de Puebla se llevó a cabo el 5 de mayo de 1862 contra las tropas francesas que avanzaban desde Córdoba hacia la Ciudad de México. No fue del todo una batalla; una avanzada del ejército francés fue en exploración para ver las posibilidades de un gran avance y fueron recibidos por el ejército de los Zacapoaxtlas, que efectivamente vencieron a la avanzada francesa y los obligaron a replegarse a Córdoba.
Un verdadero triunfo hubiera significado ir tras ellos y hacerlos volver hasta el mar; en vez de eso, una vez que las tropas invasoras huyeron las tropas nacionales suspendieron el ataque, por orden, por cierto, de Ignacio Zaragoza; el general que no supo, quiso o pudo consolidar el triunfo, el general que desde una casa de campaña y en una mesa de estrategia cantó la retirada, a pesar del empeño de continuar el ataque por parte del general de brigada que comandó a las tropas del 5 de mayo en el campo de batalla: Porfirio Díaz.
Las tropas invasoras se replegaron, se reagruparon, se recuperaron y se triplicaron. Una vez hecho todo esto volvieron al ataque y se enfrentaron de nuevo al ejército mexicano en la segunda batalla de Puebla, esa de la que no hablan ni media palabra los libros de historia por una razón muy simple; porque se perdió.
En marzo de 1863 los franceses marcharon sobre Puebla, tomaron la ciudad y siguieron su avance hasta la capital, que fue tomada el 7 de julio de 1863 mientras el gobierno errante de Juárez huía con las leyes de la República a San Luis Potosí, custodiados y protegidos en todo momento por el general que se enfrentó y derrotó en 32 ocasiones a los franceses: Porfirio Díaz.
Como sabemos esta ocupación francesa, promovida en gran medida por el hijo de José María Morelos dio lugar al corto Imperio de Maximiliano, quien aceptó el “Trono de Moctezuma” el 10 de abril de 1864 Los pormenores del austriaco y su imperio son otra historia digna de otro artículo; bástenos recordar que en marzo de 1866, tras apenas dos años de gobierno, Maximiliano perdió el apoyo de Napoleón III, quién mandó que sus tropas se fueran retirando del país y selló con ello la suerte del emperador. Juárez permanecía en la frontera con su gobierno y dos generales mexicanos comenzaron la reconquista del territorio, Mariano Escobedo al norte y Porfirio Díaz al sur.
Para marzo de 1867 el Imperio sólo controla ya Querétaro, donde han instalado la capital, Puebla y la Ciudad de México. Mariano Escobedo, escoltando a Juárez, tomó Querétaro mientras por otro lado se llevó a cabo la tercera batalla de Puebla; el 2 de abril de 1867 Porfirio Díaz derrotó a los franceses, los expulsó de la ciudad y los replegó hasta el Golfo de México. Después de eso, marchó sobre la Ciudad de México, donde derrotó a las últimas tropas enemigas, perdonó a los franceses y fusiló a los mexicanos traidores. El 15 de julio de 1867, el triunfante Díaz licenció a sus tropas y entregó la capital al presidente Benito Juárez.
¿Por qué nuestra historia ignora los triunfos de Díaz y las otras dos batallas de Puebla? Simplemente porque nuestro discurso histórico hizo de Juárez un héroe y de Días un tirano, y a maniqueo estilo de nuestra historia; los buenos son absolutamente buenos y los malos absolutamente malos. Es imposible entonces hablar de los aspectos malos de Juárez, como el hecho de que vendió California y Yucatán a Estados Unidos, tema de otro artículo; y es prohibido hablar de los hechos heroicos de Díaz, como su participación en la primera Batalla de Puebla, donde todo el crédito se lo queda Ignacio Zaragoza, o sus más de 30 batallas victoriosas contra los franceses; mucho menos su apabullante triunfo en la tercera batalla de Puebla, de la que poco cuentan nuestros libros pero que fue en la que realmente se derrotó y expulsó a los franceses, y que fue vital para la toma de la Ciudad de México y el restablecimiento de la República.
Nada ganamos los mexicanos el 5 de mayo de 1862 en Puebla, nada absolutamente; un efímero laurel que, debido a la desunión del pueblo no cristalizó y se convirtió en derrota y conquista. Mucho ganamos en la olvidada fecha del 2 de abril de 1867, cuando un olvidado y denostado héroe derrotó a los invasores del país. Pero el gobierno emanado de la Revolución erigió a uno como héroe y condenó a otro como villano, uno de los tantos episodios torcidos o inventados de nuestra historia en busca de sostener la ideología de un régimen. Hoy, sin régimen, es momento de recuperar la historia.
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